Julien-Offray de la Mettrie El hombre máquina (Extrato do texto)

Julien-Offray de la Mettrie El hombre máquina

EL HOMBRE-MÁQUINA

¿Es aquello el rayo de la esencia suprema,

que se nos pinta tan luminoso?

¿Es aquello el espíritu que ha de sobrevivirnos?

Nace con nuestros sentidos, crece, se debilita como ellos.

¡Ay! perecerá igualmente.

No basta que un sabio estudie la naturaleza y la verdad; debe atreverse a decirla en favor del pequeño número de los que quieren y pueden pensar; pues a todos los que son voluntariamente esclavos de los prejuicios les es tan imposible alcanzar la verdad, como a las ranas volar. Reduzco a dos los sistemas de los filósofos sobre el alma del hombre. El primero y el más antiguo es el sistema del materialismo; el segundo es el del espiritualismo. Los metafísicos que han insinuado que la materia bien podría tener la facultad de pensar, no han deshonrado su razón. ¿Por qué? Tienen una ventaja (pues ésta es una), en haberse expresado mal. En efecto, preguntar si la materia puede pensar, sin considerarla de otro modo que en sí misma, es preguntar si la materia puede marcar las horas. Se ve de antemano que evitaremos este escollo, con el que Mr. Locke ha tenido la desdicha de tropezar. Los leibnicianos, con sus mónadas, han construido una hipótesis ininteligible. Más bien han espiritualizado la materia, en lugar de materializar el alma.

¿Cómo se puede definir un ser, cuya naturaleza no es absolutamente desconocida? Descartes, y todos los cartesianos, entre los cuales se incluyó hace mucho tiempo a los malebranchistas, han cometido la misma falta. Han admitido dos sustancias distintas en el hombre, como si las hubieran visto y contado. Los más sabios han dicho que el alma sólo podía conocerse a través de las luchas de la fe: sin embargo, en calidad de seres razonables, han creído poder reservarse el derecho de examinar lo que la escritura ha querido decir con la palabra Espíritu, de la cual se sirve al hablar del alma humana; y si en sus investigaciones, no están de acuerdo sobre este punto con los teólogos, ¿acaso lo están éstos más entre sí sobre todos los demás? He aquí en pocas palabras el resultado de todas sus reflexiones.

Si existe un Dios, tan autor es de la naturaleza como de la revelación; nos ha dado la una para explicar la otra; y la razón para conciliar ambas. Desconfiar de los conocimientos que se pueden extraer de los cuerpos animados es considerar a la naturaleza y la revelación como dos contrarios que se destruyen; y, por consiguiente, es atreverse a sostener esta absurdidad: que Dios se contradice en sus diversas obras, y nos engaña. Si existe una revelación, ésta no puede desmentir la naturaleza. Por la naturaleza sola, se puede descubrir el sentido de las palabras del Evangelio, cuyo verdadero intérprete es únicamente la experiencia. En efecto, los otros comentaristas, hasta aquí, no han hecho más que enturbiar la verdad. Vamos a apreciarlo a través del autor del Espectáculo de la Naturaleza. «Es sorprendente, dice a propósito Mr. Locke, que un hombre que degrada nuestra alma hasta creerla un alma de barro, se atreva a establecer la razón como juez y árbitro supremo de los misterios de la fe; pues, agrega, ¿qué idea asombrosa se tendría del cristianismo, si se quisiera seguir a la razón? ».

Además de que estas reflexiones no aclaren nada en relación a la fe, constituyen tan frívolas objeciones contra el método de quienes creen poder interpretar los Libros Santos, que casi me avergüenza perder el tiempo en refutarlas. 1.º La excelencia de la razón no depende de una gran palabra carente de sentido (la inmaterialidad); sino de su fuerza, de su magnitud, o de su clarividencia. Así, un alma de barro que descubriera, y como de ojeada, las relaciones y las consecuencias de una infinidad de ideas, difíciles de captar, evidentemente sería preferible a un alma necia y estúpida, que estuviera compuesta de los elementos más preciosos. No es ser filósofo, enrojecer con Plinio por la miseria de nuestro origen. Lo que parecía vil, es aquí la cosa más preciosa, y por la que la naturaleza parece haber puesto más arte y más ingenio. Pero así como el hombre, aun cuando viniera de una fuente todavía más vil en apariencia, no dejaría de ser el más perfecto de todos los seres; cualquiera que sea el origen de su alma, si es pura, noble, sublime, es un alma bella, que hace digno de respeto a quien quiera que esté dotado de ella.

La segunda manera de razonar de Mr. Pluche, me parece viciosa, incluso en su sistema, que es un poco producto del fanatismo; pues si tenemos una idea de la fe, que sea contraria a los principios más datos y a las verdades más indiscutibles, es preciso creer, en honor de la revelación y de su autor, que esta idea es falsa; y que no conocemos aún el sentido de las palabras del Evangelio. Una de las dos cosas; o todo es ilusión, tanto la misma naturaleza como la revelación: o sólo la experiencia puede dar razón de la fe. Pero ¿hay alguien más ridículo al respecto que nuestro autor? Imagino escuchar a un peripatético, que dijera: «No se debe creer en la experiencia de Torricelli: pues si la creyéramos, si fuéramos a prescribir el horror al vacío, ¿qué extraña filosofía tendríamos?». He hecho observar cuán vicioso es el razonamiento de Mr. Pluche1 con el fin de probar, en primer lugar, que si hay una revelación, ésta no se demuestra suficientemente por la sola autoridad de la Iglesia, y sin ningún examen de la razón, como pretenden todos cuantos la temen. En segundo lugar, para poner al abrigo de todo ataque el método de quienes quisieran seguir la vía que les abro, para interpretar las cosas sobrenaturales, incomprensibles en sí, mediante las luces que cada uno ha recibido de la naturaleza. La experiencia y la observación son pues las únicas que deben guiarnos aquí.

Son innumerables en los fastos de los médicos, que han sido filósofos, pero no en los filósofos que no han sido médicos. Aquéllos han recorrido e iluminado el laberinto del hombre; sólo ellos nos han revelado estos resortes ocultos bajo envolturas, que sustraen a nuestros ojos tantas maravillas. Sólo ellos, contemplando tranquilamente nuestra alma, la han sorprendido mil veces en su miseria y en su grandeza, sin despreciarla en un caso más de lo que la admiraban en otro. Una vez más, he ahí los únicos físicos que tienen derecho a hablar aquí. ¿Qué nos dirían los demás, y sobre todo los teólogos? ¿No es ridículo oírlos pronunciarse sin pudor, sobre un tema que no han tenido oportunidad de conocer, del que por el contrario han sido completamente apartados por oscuros estudios, que los han inducido a mil prejuicios, y por decirlo todo en una palabra, al fanatismo, que aumenta todavía más su ignorancia respecto al funcionamiento de los cuerpos? Pero aunque hayamos escogido los mejores guías, seguiremos encontrando muchas espinas y obstáculos en este camino.

El hombre es una máquina tan compleja, que en un principio es imposible hacerse una idea clara de ella, y, por consiguiente, definirla. Con lo cual todas las investigaciones que los mayores filósofos han hecho a priori, es decir, queriendo servirse de algún modo de las alas del espíritu, han sido vanas. Así, sólo a posteriori, o tratando de discernir el alma, como a través de los órganos del cuerpo, se puede, no digo descubrir con evidencia la naturaleza misma del hombre, pero sí alcanza el mayor grado de probabilidad posible a este respecto. Tomemos pues el bastón de la experiencia y abandonemos la historia de todas las vanas opiniones de los filósofos. Ser ciego, y creer poder prescindir de este bastón, es el colmo de la ceguera.

¡Cuánta razón tiene un moderno al decir que sólo la vanidad no extrae de las causas segundas el mismo partido que de las primeras! Se puede e incluso se debe admirar a todos estos bellos genios en sus trabajos más inútiles; los Descartes, los Malebranches, los Leibnizs, los Wolffs, y otros, pero, os lo ruego, ¿qué fruto se ha obtenido de sus profundas meditaciones y de todas sus obras? Empecemos pues, y veamos, no lo que se ha pensado, sino lo que es preciso pensar para la tranquilidad de la vida. Tantos temperamentos como espíritus, caracteres y costumbres diferentes. El mismo Galeno ha conocido esta verdad, que Descartes ha llevado lejos, hasta decir que sólo la medicina podía cambiar los espíritus y las costumbres con el cuerpo. Es cierto que la melancolía, la bilis, la flema, la sangre, etc., según la naturaleza, la abundancia y la diversa combinación de los humores, hacen de cada hombre un hombre diferente.